Pasó y repasó la escoba por el suelo de tierra. Lo hacía todos los días, cuando anochecía en el páramo. Luego siguió tallando su pequeña cruz de madera, siempre había sido artesano. Salió al exterior, donde un viento abrasador batía los escasos hierbajos que aún medraban en aquel erial.
A lo lejos, también como siempre, Pedro Tremendo escuchó el silbido del tren que ceñía el horizonte, la única señal humana en aquella paramera desolada. En lontananza, las ruinas de un silo.